“Lo que corresponde en esta etapa es ser constructivo y tener un diálogo informado de cuáles son las implicancias de un cierre acelerado de termoeléctricas, con un rol del legislador que no quiere simplemente ser testigo de un acuerdo voluntario. Ver qué año es el mejor. ¿2040? Todos coincidimos que no es el mejor. ¿2030? Quizá. ¿2025?, no lo sabemos. Pero más que eso, lo que importa es qué es lo que tenemos que hacer para lograr el objetivo”.
Marcelo Mena
Director Centro Acción Climática PUCV
El acuerdo de cierre de termoeléctricas incuestionablemente fue un hito ambiental para el país. A finales de la década del 2000 Chile había aumentado fuertemente su generación a carbón, con varios episodios cuestionables, incluida la instalación de la central Campiche, declarada ilegal por la Corte Suprema, pero con un arreglo de los “hombres de negro” que permitió torcer la voluntad de un plan regulador y permitir la instalación la última carbonera en Puchuncaví. Un acto que violentó a la comunidad y que incidió en el visceral rechazo de las comunidades que empezaron a oponerse a Los Robles, Energía Minera, Barrancones, Farellones, Cruz Grande, Punta Alcalde y Castilla. El boom carbonero de Chile existió pero no se materializó ni una pequeña fracción de lo que pudo ser. Fue la comunidad, el poder judicial. Fue la judicialización la que nos hizo cambiar de rumbo hacia las tecnologías limpias.
Contribuyó a este escenario una norma de emisión de termoeléctricas. Un anteproyecto publicado por la CONAMA de la Ministra Uriarte, desconocido por el ministro Tokman, obligaba reducir en más de 80% de las emisiones de material particulado del sector. Los actores decían que era una norma imposible de cumplir, que encarecería los costos de energía. La evidencia aportada por KAS Ingeniería, la empresa consultora, de vasta experiencia en el sector eléctrico indicaba que no habría tales impactos, y que se cumpliría con facilidad. Al entrar en vigencia, el sector de servicios ambientales mostró su mejor cara, instalando monitoreo continuo en todas las chimeneas, los que constataban las reducciones de emisiones por los filtros de manga, desulfuradores, y los “convertidores catalíticos” que se instalaron entre el 2013 y 2016, período en que entraba en vigencia la norma. Las reducciones de emisiones locales fueron incuestionables. Pude visitar las instalaciones en Mejillones, Tocopilla, o Huasco, donde incluso me llevé de recuerdo un ladrillo hecho con cenizas volantes capturadas de las chimeneas. Al no ir a la atmósfera como antes, donde se respiraba causando daño, podrían adornar plazas de la ciudad de Mejillones, en un proyecto de ENGIE que ejemplifica el logro indudable del sector eléctrico.
Entre el 2014 a 2017 se lograron avances en la forma que se hacían subastas eléctricas. Fueron cuestionadas en sus inicios. Libertad y Desarrollo, liderado por la ex ministra Jiménez decía que desacoplar las subastas sólo encarecería la energía eléctrica. Sin embargo, los precios licitados fueron 70% menores a los que traían las subastas poco competitivas previo a estos ajustes. Los impuestos verdes se establecieron con una maquinaria técnica ineludible, que dejaba expuesto al sector de generación térmica a nuevos precios, más altos, alineados con las recomendaciones del FMI o la OCDE. Y así quedó cada vez más patente que era inviable hacer un proyecto a carbón nuevo, y que cada vez nos acercábamos al punto de quiebre en que era más barato construir una central solar o eólica que continuar operando una que use energía a carbón, petróleo, o gas natural. Más todavía si el parlamento se le ocurriera subir el impuesto verde a precios que realmente reflejen las externalidades que se causan.
Y así el 30 de enero del 2018 se anuncia en el discurso de despedida de la presidenta al cuerpo diplomático, que las Generadoras de Chile y el ministerio de Energía habían acordado iniciar un proceso de cierre de termoeléctricas a carbón, en una fecha definida como un consenso. Y como este acuerdo fue de consenso, pudo traspasarse al nuevo gobierno, el que inició diálogos y estudios que llevaron a un calendario de cierre anunciado en junio 2019.
Y ahí hubo un disenso inicial. Para el mundo ambiental el cierre debió ser más cercano a 2030, y que representara un verdadero esfuerzo, y no simplemente una fecha que reflejara el término de la vida útil de las centrales más antiguas, y de la vida útil económica, como definió el Coordinador Eléctrico en sus análisis al justificar un cierre al 2040. Como contra factual, Chile Sustentable presentó un estudio que decía que era posible cerrar las termoeléctricas al 2030 pero que se debían empezar a tomar las medidas para llegar a esa fecha, y que costaría alrededor de 2400 millones de dólares más que cerrarlas al 2040, en torno a 6 dólares por tonelada de CO2. Si se contrasta con un impuesto verde de 30 dólares por tonelada, el valor de cerrar las termoeléctricas es mucho menor. Desde el estudio de KAS han pasado dos años, y estamos claro que los costos nuevamente han cambiado mucho, incluida la llegada de la energía almacenada en baterías eléctricas, lo que podría ahorrar costos de transmisión y generación. En definitiva… aumentar el impuesto verde podría paradojalmente adelantar el cierre de las termoeléctricas a carbón, aumentar la recaudación, y gatillar adelantar casi 10 GW de inversión en renovable al 2030.
En el parlamento se ha propuesto una ley que obliga el cierre de termoeléctricas a carbón al 2025. Se ha criticado que no se han indicado antecedentes que acredite su factibilidad. La ley, una respuesta política motivada por percibida demora en cierre de termoeléctricas, viene del sentir de las zonas de sacrificio, que, si bien han tenido mejoras en las emisiones locales, reconocen que son más afectados que el resto de Chile. Un estudio del profesor Pablo Ruiz de la Universidad de Chile indica que una persona que vive en una ciudad con termoeléctrica tiene mucho mayor riesgo de morir por cáncer que el resto del país. Es una realidad que refleja una exposición crónica a contaminantes, muchos de ellos no regulados, como los metales pesados. Gente que ve cómo hay varamientos recurrentes de carbón. Se les dice que es carbón de antes, y que no refleja nuevos derrames. Sin embargo, se pregunta porqué no se remedia este carbón que claramente fue usado por las mismas termoeléctricas que quieren que se cierren. No les importa que haya nuevos dueños. Quieren que la contaminación termine y punto.
Entonces lo que corresponde en esta etapa es ser constructivo y tener un diálogo informado de cuáles son las implicancias de un cierre acelerado de termoeléctricas, con un rol del legislador que no quiere simplemente ser testigo de un acuerdo voluntario. Ver qué año es el mejor. ¿2040? Todos coincidimos que no es el mejor. ¿2030? Quizá. ¿2025?, no lo sabemos. Pero más que eso, lo que importa es qué es lo que tenemos que hacer para lograr el objetivo. Qué cambios deben introducirse en nuevas licitaciones. Cómo debemos abordar temas como el gas inflexible que bloquea la generación renovable. Cómo corregimos el impuesto verde para que no lo paguen las empresas renovables. Eso corresponde a un país que busca consensos y avances basados en la evidencia. No basta con que el Coordinador Eléctrico diga que no se puede o que es muy caro, especialmente si hay estudios como los de KAS que dicen que sí se puede, y el tema es cuándo, y con qué implicancias regulatorias.
Uno se pregunta si estaríamos hablando lo mismo si hubiera habido más generosidad. Vimos como las empresas empezaron a adelantar el calendario, y eso es muy bueno. Pero también nos hace reflexionar sobre el rol del Estado de fijar una ruta que no dependa de las voluntades involucradas. Habrá otras transiciones más complejas, como el fin de la venta de motores a bencina y diésel, en las que los actores no estarán llanos necesariamente a un acuerdo voluntario. Claramente el legislador está en su derecho de poner las prioridades que vea pertinente. Corresponde al resto de los actores, incluyendo la academia, participar para iluminar la discusión con la evidencia requerida. Con la lección aprendida de que las campañas del terror no bastan en el siglo 21, sino que se deben tomar las medidas necesarias para enfrentar la crisis climática. Más que estigmatizar a los parlamentarios por ejercer su legítimo derecho, aprovecharía la instancia para acercar criterios y discutir una fecha de cierre informada y participativa que refleje la ambición que se espera de un país que se ha comprometido a una descarbonización.
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